La comprensión lectora desde la comunidad educativa
- Mario Damián Lillo
- 17 abr
- 4 Min. de lectura
Actualizado: hace 23 horas

Un viaje hacia el encuentro con la palabra de los otros
Mario Lillo
Resumen
La comprensión lectora. Tantas veces nombrada, buscada, exigida, evaluada...Tantas veces medida en pruebas, reducida a una casilla con opciones múltiples, fragmentada en habilidades parciales, descontextualizada de la experiencia humana.
Se cuela en las aulas, en los patios, en las salas de profesoras y maestros, en las planillas ministeriales, en las alertas institucionales, en las preocupaciones familiares. “No comprenden lo que leen” parece ser la sentencia que inaugura diagnósticos y clausura preguntas. Pero ¿y si la dificultad no fuera solo la lectura, sino el encuentro? ¿Y si no supiéramos cómo acercarnos al otro en su palabra?
Comprender un texto es, en el fondo, asumir la posibilidad de convivir con otra lógica. Es abandonar la centralidad del yo para darle lugar a una voz que no es la nuestra, pero que pide hospitalidad. Esa hospitalidad no se aprende solo con estrategias cognitivas. Se cultiva. Se riega. Se espera. Se escucha.
Este artículo propone recuperar una mirada profunda sobre la comprensión lectora. No como técnica, sino como horizonte ético. Como forma de habitar la escuela y todos los espacios de crecimiento, educación y socialización. Como gesto humano.
Partiremos de una provocación: quizás la crisis no sea de lectura, sino de escucha. Quizás lo que nos cueste no sea responder preguntas sobre el texto, sino aceptar que hay otras maneras de decir, de ver, de sentir, de narrar. Que no hay comprensión sin humildad. Que no hay lectura sin diálogo. Que no hay sentido sin vínculo.
Desarrollo
I. Leer no es solo decodificar: es aceptar ser transformado
Aprendimos —quizá demasiado pronto— que leer era pronunciar sonidos asociados a letras. Que comprender era responder bien a una pregunta. Que analizar un texto era encontrar “la idea principal” con una frase en resaltador fluorescente. Aprendimos eso, y sin embargo algo nos quedó sin aprender: leer es dejarse afectar.
El texto irrumpe. Nos descentra. Nos propone un universo ajeno y nos dice: ¿te animás a correr riesgos? Esa es la verdadera comprensión: no la que se confirma con respuestas correctas, sino la que genera preguntas nuevas. La que hace silencio. La que molesta. La que deja pensando.
Por eso, el problema de la comprensión lectora no es solo pedagógico. Es existencial. Es político. Es social. Es un problema de relación: entre el yo y el otro, entre el lector y el texto, entre el aula y el mundo.
II. El aula como territorio de hospitalidad
La escuela tiene la oportunidad —y el riesgo— de reducir la lectura a una consigna, a un objetivo, a un contenido a evaluar. Pero también tiene la potencia de ser el primer espacio donde el encuentro con lo diferente no solo se tolera, sino que se celebra.
La comprensión no ocurre cuando el alumno “entiende” lo que el docente quería decir. Ocurre cuando se construye un sentido en común, donde ninguna voz queda afuera. Donde incluso el que no habla está presente. Donde el texto no se convierte en objeto de disección, sino en sujeto de conversación.
Un aula que promueve la comprensión lectora es aquella donde hay tiempo. Tiempo para leer despacio. Para volver atrás. Para no entender del todo. Para estar confundido y acompañado. Para emocionarse. Para quedarse en una palabra como quien se queda en una casa amiga.
III. Comprender es escuchar: pedagogía del encuentro
El primer paso hacia la comprensión no está en los textos, sino en los vínculos. Que antes de leer debemos aprender a escuchar. Y no cualquier escucha: una escucha activa, empática, abierta. Una escucha que no busca refutar, ni corregir, ni vencer. Una escucha que acoge.
En este sentido, todo maestro que enseña lectura, enseña humanidad. Enseña a detenerse. A preguntarse por qué el otro dice lo que dice. A buscar la lógica detrás de las palabras. A no suponer. A no prejuzgar. A no violentar el texto con nuestras interpretaciones automáticas.
La comprensión es, por eso, una forma de resistencia. En un mundo que grita, leer con pausa y pensar con el otro es un acto profundamente político. La escuela puede, si quiere, ser ese espacio de resistencia amorosa.
IV. El rol del docente: sembrador de preguntas
El docente no enseña a comprender textos. Enseña a comprender la vida a través de los textos. No es transmisor de información, sino mediador de sentido. Y sobre todo: es un cuidador del tiempo lento, ese tiempo necesario para que la comprensión germine.
Como quien cultiva, sabe que no puede forzar la flor. Que hay días de sequía, y días de lluvia excesiva. Que hay silencios que no son ausencia, sino preparación. Que cada alumno tiene su ritmo, su lenguaje, su raíz.
Frente a las urgencias escolares, el docente que acompaña la comprensión se atreve a ir contra el reloj. Abre libros, pero también ventanas. Deja que entre el aire. Que las palabras tomen otro vuelo. Que un poema no se entienda pero se sienta. Que una historia no se analice pero se recuerde.
En tiempos de eficiencia, enseñar a leer es enseñar a esperar.
Conclusión
No queremos formar lectores eficaces. Queremos formar lectores humanos. Lectores capaces de conmoverse, de dialogar, de disentir sin violencia. Lectores que sepan que cada palabra es un universo. Que sepan detenerse. Que sepan que comprender no es tener razón, sino abrir la puerta.
Las escuelas no necesitan más técnicas de comprensión. Necesitan más lugares de lectura viva. Necesitan confianza en que la palabra, cuando se siembra con amor, encuentra tierra fértil. Tarde o temprano, brota.
La propuesta de este artículo no es una receta. Es un llamado a volver a empezar. A leer distinto. A enseñar como quien siembra y espera.
Porque al final, comprender es eso: mirar al otro, con todo su texto encima, y decirle: te leo.
Bibliografía sugerida Lillo, M. D. (2018). Plan lector: Organización de un plan lector. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Hola Chicos SRL. ISBN: 978-987-4007-44-5.
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